Capítulo 2-Pequeño Hangleton

Los últimos días de frío se marcharon con rapidez, para dejarle paso al insoportable calor del verano. Nadie se encontraba dentro del orfanato y no había reproche en ello.

A pesar de demostrar un aspecto limpio, el patio del Orfanato de Wool estaba lleno de hierva mala, era desértico, con algunos juegos en mal estado: hamacas oxidadas, areneros con alacranes y serpientes en madrigueras de conejos.

¿Qué si eso no lo deprimía? Tal vez, en un inicio, sí. Pero acabó cuando Dumbledore llegó un día a decirle lo diferente que era, a pesar de que no había necesitado que alguien como él se lo dijera. Sabía que aquel lugar era indigno para él.

Ninguno que no fuera mago o bruja claramente podía igualarlo, ni ser el doble de brillante que era. Pero antes de eso lo había notado; cuando apenas podía entender el significado de las palabras y apenas daba sus primeros pasos en el mundo, lo supo.

Tom era demasiado para los muggle aún antes de saber que era un Mago.

Arrugó la nariz con desagrado, no recordaba porqué había salido allí en un principio. Nunca salía de su agujero por más sofocante que resultara permanecer adentro. Mezclarse no estaba en su itinerario habitual y no lo estaría ahora.

Miró su reloj pulsera, regalo que el muy cobarde de Rosier le había dado para su cumpleaños a modo de aceptación. Un acto patético, pero que había resultado útil.

Eran pasada las once, pronto el almuerzo sería servido en el pequeño comedor del orfanato. Momentos como esos sentía nostalgia por Hogwarts, todo allí era digno de admirar. Incluso, por más absurdo e inaceptable que sonase, extrañaba a sus seguidores inútiles. Saberlo cierto era un golpe bajo para la imagen que quería dejar.

Cole se esmeraba en hacerlos sufrir: con el frío en el invierno, el calor en el verano y con su guiso a la francesa. Aquella cosa parecía estar hecho con cadáveres de Inferis. Era repugnante y se admiraba de sí mismo ante su valor de haberse comido aquel plato rebosante de una sustancia viscosa y gris que aquella mujer catalogaba como comida.

Tendría suerte si seguía con vida luego de ingerir aquella porquería.

Lo sentía en su estómago revolverse como si tuviera vida propia. Escuchaba quejas cerca de él, al menos no era el único que aquello le desagradaba más que estar ahí.

—Atención ¡Atención!—el barbullo de los huérfanos se vio apagada ante la presencia de la Sra. Cole. Todo par de ojo estaba sobre ella y especialmente la de Tom.—Aquí tengo los permisos de salida para los mayores, los que van a la playa del Norte aquí están sus permisos y Riddle—levantó sus cejas mientras se asesoraba que todo estuviese en orden—aquí está el tuyo.—uno a uno fue buscando la hoja de papel con la firma de Cole al final que le daba momentáneamente un grado de libertad. Pero nadie compartía esta vez su éxtasis.

Luego de un par de horas, en el que revisaba que todo estuviera como esperaba, se dirigió a la oficina de la directora del orfanato. Se iría esa misma tarde, ya no podía seguir esperando.

No tuvo la necesidad de tocar la puerta, esta misma se encontraba abierta y un olor a perfume barato salía de ella. La esencia de la insignificante mujer inundó sus fosas nasales, dándole a su cara una expresión del más puro asco y la seguridad de que allí se encontraba.

Carraspeó para anunciarse, Cole levantó su mirada y dejó l que estaba haciendo para invitarlo a pasar con un leve pase.

—Tom, ¿Qué te trae por aquí? —aunque no podía contestarle que eso no le incumbía estaba particularmente de humor y sin ánimos de ser agresivo. A pesar del fiasco que había sido el almuerzo.

—Quería avisarle que me voy ahora, mis—le sonrió de una manera que la Sra. Cole le ponía los vellos de punta—amigos me esperarán en la estación, espero que eso no sea para usted un inconveniente. —Tom sabía que no le era necesario hablar pársel con una serpiente corriente y sin clase como ella. Sabía que le temía a la firmeza y autoridad de sus palabras cada vez que la sometía a ello. Y todo se vió confirmado cuando ella apenas murmuró un "No hay problema".

Se largó en cuanto pudo con aquella seguridad y confianza, que siempre llevaba consigo, se encaminó hacia la casa de los Gaunt, a las afueras del Pequeño Hangleton.

Se había pasado todo el sexto curso investigando su paradero, como llegar, que lugares no concurrir, que tren tomar.

El Pequeño Hangleton, se trataba de una villa muggle del Norte de Inglaterra, situado en un valle rodeado de colinas empinadas a doscientas millas de Little Whinging. Los Gaunt vivían justo a las afueras de allí, o al menos eso pensaba.

Quizás se vería obligado a pedir indicaciones, aunque todo fuera por acabar sus propósitos. ¿Qué eran míseros sacrificios? Nada, en comparación con lo que se encontraría más adelante.

~*~

Nada los había preparado para tales acontecimientos, pero sabían que para la muerte nadie estaba exento de sus manos ni mucho menos de sus efectos.

El Ministro de la Magia hablaba de los tiempos buenos que vivieron los señores Riddle, lo comprometidos que estaban con la comunidad mágica, con el sueño de hacer las cosas cada vez mejor, sin injusticias, sin discriminación y sin diferencias.

Ambos sabían todo eso y no entendían por la misma razón el hecho de su partida. Si había tanto amor por lo que eran y hacían, ¿Por qué habían tenido que dejar todo?

Los ataúdes bajaron a la tierra lentamente mientras el cementerio se veía sumido en un incómodo y triste silencio. Pronto no vieron más que dos huecos, vacíos a simple vista.

—¿Matt y Milagros Riddle?—sólo habían quedado ellos dos frente a dos lápidas de piedra azul. La muchedumbre se había marchado hacía ya varias horas y apenas pudieron notarlo ¿Tanto era su melancolía que ya no existía para ninguno la noción del tiempo?—Soy Thomas Davis, sus padres me dejaron a cargo de su tutela.

—Sabemos quién eres, Nana estuvo aquí —murmuró el chico quitando su mirada del muchacho que no tendría más de veinte y tantos años encima.—Nos explicó la situación.

—Entiendo, entonces no les molestará que nos vayamos.

—¿Y a dónde iríamos? Nuestra casa quedó hecha cenizas —la pequeña de diez años lo miró con sus dos grandes ojos marrones. No había temor, sí una gran tristeza.

—Lo sé, pero hay una propiedad no muy lejos de aquí. Si nos apuramos las explicaciones llegarán pronto.

—¿Dónde queda situada?—preguntó está vez Matt. Thomas los miró y suspiró.

—No muy lejos de aquí, se lo conoce como el Pequeño Hangleton.

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