Las SIX
Capítulo
I
Nacemos, crecemos y
vivimos; en espera de la muerte como una vieja amiga, como una novia a su novio
para ir a un ordinario baile, como un hombre obeso lleno a que se desocupe el
baño público de un restaurante chino. Porque sí, así acababa todo, como una
reverenda y súper mierda.
Crecemos con la íntegra
idea de tener poderes, magia y fuerzas ilimitadas. Luego te encuentras que
hasta los más grandes héroes se cansan de tanta porquería, dejándose llevar por
el dolor y el vacío. Demostrándonos que el aumento de las expectativas para con
la vida, no era más que mierda.
¿Por qué repito tanto
la palabra mierda? Porque en otras palabras dentro del patente concepto de la
vida era lo que encontrábamos camino a casa. Un extenso tramo de excremento,
grueso y maloliente.
Mierda, había pisado
mierda.
Escucho risas cercanas,
obligándome a detestar la apestosa vida más de lo que lo hacía antes. Levanto
la mirada, no sé porque lo hice, ¿instinto, presentimiento? No lo sabía, no me
importa en este mismo instante qué lo había provocado. Frente a mi casa,
humilde, pequeña de techo dos aguas, color blanca, una camioneta negra se
encontraba estacionada. Reconocía las siglas en sus puertas, sabía de qué se
trataba y conocía esos dos hombres parados frente a frente con mis padres.
Quizás, venían por mí.
Se habían enterado de mi escape y reclamaban mi cabeza. Desertar no siempre era
una buena idea en momentos de crisis. Sin embargo, no estaba segura de que
ellos perdiesen el tiempo por una niñita rata adicta a las computadoras. Todo
parecía tratarse de un mal, muy mal augurio.
—
Ya no se requiere de sus servicios, señores Dais—dice
unos de ellos con dureza—el
consejo cree que ya no es beneficioso para el gobierno mantener agentes como
ustedes.
—
¿Beneficioso? En esta vida nada es beneficioso, mucho menos cuando hablamos del
gobierno y el consejo juntos, capitán Fergurson—contestó
mi padre con firmeza, determinación y rudeza. Mantenía una actitud
completamente desconocida para mí, demasiado recta y escalofriante. En cuanto a
mi madre se mantenía a su lado silenciosa, cautelosa. No pasé por desapercibido
la tensión en sus músculos ni su mirada alerta. Sabía que algo no andaba bien.
—Lo
sé y espero que sepa que jamás estuve de acuerdo con esta última orden.
—No
es a mí a quien debes decirle su arrepentimiento, eso no me compete a mí—uno en su cabeza y dos en su pecho.
Un agente no sólo era entrenado para matar, sino que anexado a su despecho y
frialdad, un objetivo siempre se debía rematar. La AGDM, la Agencia General de
Misiones, mantenía esta regla como algo sagrado; su escusa era que, si se conseguía deshacerse del blanco si ningún otro contratiempo, se evitaba
el doble papeleo.
Me encontraba detrás de los
matorrales que me separaba de lo absurdo. No podía hacer nada, sólo me mantuve
al margen de todo, observando cómo lo poco significativo que la vida me había
dado, se convertía en polvo. La bolsa de pan fresco había quedado en el olvido
¿Qué importaba ya un simple favor?
Mis rodillas se
mancharon del barro formado por el charco de sangre. No les había importado que
alguien los viese o escuchase; se habían ido con tranquilidad, sin miedo y tal
vez, sin arrepentimiento.
Me gustaría decir que
descargué esa angustia que había nacido en mi interior, pero sólo me había
quedado en silencio mirando los cuerpos inertes de las únicas personas que
habían dado de su tiempo para amarme, de protegerme, de cuidarme como nadie
nunca lo hizo. La frialdad de sus pieles iba a quedar impresa en mi memoria por
el resto de mi pútrida vida.
La sirena de la policía
se escuchaba lejana, a miles de años luz, muy, muy lejos. Sentí dos manos tomándome
de los brazos con violencia, mi mirada se fijó en los dos uniformados y en la
multitud rodearme. Veía sus bocas moverse, pero nada salir de ellas.
Desde ese día no sólo
había muerto mi esperanza, había muerto, por muy pequeña que fuera, Lizibeth Dais.
~*~
Residencia
Gentin, 23:00 PM.
Un
Mercedes Benz negro estacionó enfrente de la lujosa casa de los Gentin. La música
Techno y los gritos de una gran, gran multitud se escuchaba a cien, tal vez
doscientos metros a la redonda. Luces de colores rodeaban la hermosa construcción
victoriana levantada por generaciones de Gentin pasadas. Un tesoro histórico
lleno de papel higiénico y alcohólicos drogadictos dispersos por el parque.
Las
ventanillas del lado derecho del auto se bajaron con lentitud. Una muchacha de
cabello rizado, levemente con la boca abierta y sus hermosos anteojos de sol
por debajo de su nariz respingada miró lo que al parecer era una perfecta y exacta atrocidad.
—lo mataré, papá lo matará y si no
lo arreglo, mamá me matará.
—tranquilízate, Mery. No puede ser
tan malo. —su mirada enardecidamente miel, se fijaron en su
prima como si fuese uno de sus habituales enemigos.
—todo "es" malo cuando
se trata de Clark Gentin y espero que no haya invitado a tío Kevin. Eso sería
realmente muy, muy malo. Ha deshonrado a nuestra familia como uno de los
mejores.
— ¿puedo opinar?
—ambas
chicas miraron a la paciente Caroline Green, sentada en un costado mirando
hacia otro lado. Nada de aquel circo parecía importarle.
—puedes, sólo si es de ayuda.
—Mery, querida ¿Qué ha pasado con
tu tolerancia?
—se esfumó al ver mi casa como un
maldito antro nocturno.
— ¿Quién está deshonrando a su
familia, ahora? —Mery bufó cruzándose de brazos— en cuanto a mi opinión es que,
lo más factible, te calmes y disfrute de las vacaciones. La SSIN nos
llamará cuando sea necesario y lo lamentarás. Disfruta una noche sin
asesinatos-murmuró saliendo del coche.
— ¿disfrutar? Disfrutaré esto
cuando mi puño se estrelle contra el rostro de mi tío. Allí, es cuando me
sentiré satisfecha. ¡Y la SSIN puede irse al diablo! ¿Me escuchas, Green?
—Abigail
Gentin fue la última en salir del automóvil con una sonrisa estampada en su
rostro. Amaba las vacaciones con amigas y con la familia. No había nada mejor que eso.
—Gracias por traernos, Fred.
—Un placer, señorita. Que tenga
una buena noche.
El trío se adentró a los terrenos “usurpados” para
Mery. Conocían a la mayoría: empresarios, jóvenes agentes de alta categoría, gente
de muchísima influencia y gente simplemente común. Un raro encuentro de la
sociedad en un solo lugar. Y un peligro. Abi empujó la puerta con su mano derecha mientras mantenía un ojo
cerrado y uno abierto. No quería saber el estado de la mansión.
— ¡No!
—y no era
un lujo a como en verdad lo era. Caroline se perdió entre los invitados
mientras que Mery yacía en los brazos de Abigail, quien en vano trataba de
reanimarla. Todo en verdad era una locura. La castaña buscó con la mirada a
algún conocido y no tuvo que hacerlo por mucho tiempo.
— ¡Tío Clark!
—exclamó agitando una de sus manos para llamar su atención. El joven adulto
frunció el ceño. — ¡soy Abi! —sonrió pero ésta negó con la cabeza, los que
obstruían la visión y el paso a Clark Gentin, se dispersaron dejando a la vista
un pequeñísimo problema.
—Maldición…
Continuará...
Las Six- P.J Díaz
- Prólogo